1. La fuerza del cariño
Conocí a Carolina Vega, en los talleres Moda y Pueblo que dirige Diego Ramírez, allí pude ver como las palabras se hacían y deshacían en las precipitadas bocas de sus jóvenes creadores, muchas veces a pulso, contra la dificultad, para bailarnos sus rebeldías y sus espacios más secretos.
Desde las palabras se piensa y se construye el mundo. Es la apuesta que Diego hace, incitando a los jóvenes autores a escribir desde sus miedos, desde la ceguera, contra las torpezas de la mano, a punta del cariño, con rigor y amor al oficio, porque la escritura duele y porque siempre será una apuesta y un gesto político.
2. Saberse hembra / Las poéticas de lo femenino
En Arcada, opera prima de Carolina Vega se construye y elabora una poética de urdimbres y anclajes, de costuras y pliegues, son lenguas punzantes de mordidas y garras, que inundan el cuerpo y lo lastiman.
Una escritura de trozos, piezas y retazos, de caricias y pelos, desde una coporalidad múltiple que amplifica sus deseos bajo un ojo riguroso que sitúa el escenario de sus bestias, en la intimidad de esos cuerpos vulnerables, dispersos por la urbe metálica, la vida subyace bajo un estado de amenaza.
Saberte animal bajo la cerradura. La maldita insistencia de tu ojo. Afuera está lleno de perros y perras con lepra. Se nos cae el corazón a pedazos.
Los perros y perras de Carolina Vega se erigen como provocación, cuando desde sus hocicos babosos gruñen y se acoplan, cuando marcan sus territorios en la gran urbe fálica que los instiga.
Allí donde las bestias se repliegan bajo el horror y la furia la jauría es un lugar imposible.
La imagen de los perros en ARCADA nos conecta con la brutalidad de la manera más pura, perros furiosos mostrando sus dientes, como expresión máxima de fetiche de una masculinidad territorial, citando El lugar sin límites de Donoso, en que nos abandona en la página final junto a Manuela, que atenta a los ladridos de los perros, espera tal vez, la que será su última noche.
Carolina Vega despliega en sus textos las habilidades de un hablante que como derecho propio elabora su particular modo de percepción. Desde esa mirada que crea y recorre el mundo se construye una erótica femenina donde el cuerpo punzante, se articula en su contraste con el exterior, en una ciudad poblada de andamiajes, justo allí donde la letra busca dar a luz.
Reconocerse desde la herida, saberse fuera, lejos, expulsada desde siempre, para elaborar desde allí una poética, una política donde la escritura se vuelve pulsión y ejercicio constante de las hembras, en tanto portan sus marcas y batallas, más abajo de la piel.
La montan. La tierra se acomoda a la forma de sus patas traseras. Hay un enredo de pelos carcomiéndoles el abandono; dibujándose por primera vez en el espacio poblado de la ciudad.
La palabra transita y busca, para enunciarnos desde todas sus aristas los espacios atomizados. Desde una mirada implacable, los dedos, las manos, son pequeños y delicados instrumentos que hurgetean buscando la sustancia. Una y otra vez, son sus dedos los que nos sumergen en un territorio donde solo hay cuerpos, pliegues, carne, sólo trozos, pedazos, partes.
La relación con los objetos cotidianos se vuelve descriptiva, el ojo apunta, la lengua se desliza, el habla abrasiva corroe y se abre de sentidos atrapando sus figuras inasibles, bellos paisajes pintados de humanidad en un cotidiano que asoma y escapa sus enunciados domésticos.
Construida el habla, como territorio pictórico, político, Carolina Vega habita, se adhiere y acopla en el cielo de la letra. Se mece, se place, se acurruca, y hasta parece que flotara.
Se levanta, se amolda a la tibieza de mis piernas y la suavidad indolora permanece indómita hasta el momento preciso en que entra en mí con su muda resonancia.
Entonces, el habla hurguetea, se atrapa, y abandona finalmente al inquietante poder que la somete, en la imagen asfixiada de la madre, de la uña que decidida se incrusta, cuando las palabras espejean, se deshacen.
Mi Madre siempre tuvo instinto felino. Vagaba por la noche, humedecía las sábanas, enternecía las pesadillas con su pelo alrededor de mis senos. Si no me tapaba la boca, estaba mordiéndome el cuello, balanceándose encima de mí.
Citando el odio se desmoronan las primeras sentencias en un relato de descripciones específicas. La madre oprime sobre la piel y el odio se instala. La madre y la hija se funden como única resistencia posible, socavadas por el odio, finalmente no hay unión para estos cuerpos femeninos fuera de la patria, la unión incestuosa y alternativa, donde se fagocitan los frotes y el cariños de las hembras, es la apuesta de un lugar donde toda comunicación es un vínculo imposible.
Y cuando Mi Mala Madre me amordazó para aferrarme a sus histerias, yo deshice mis sábanas de seda, como si fuera a reponerme y me bastara ovillar el cuerpo encima de un nuevo tejido, creado con saliva suya y mía después de pedirnos mutuamente perdón.
Eugenia Prado Bassi, a propòsito de la presentaciòn de Arcada.
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