martes, 9 de junio de 2009

Aída


Tengo pavor de que te vuelvas loca y no sepas de los perros en el jardín.
Yo no quiero vestirte entre aquellos internos que vociferan fórmulas para adquirir nuevas enfermedades. Ellos, desnudos; tú, al oeste de su bravura.
La psicosis me resultaba hermosa para las palabras, aunque ahora se me vuelve infértil como trazo de tu matriz. Esa agua de la que vine me aprisiona, me ralentiza, me ciega como animalito saponificado en su química de conservación bastarda.
Todas las y los muchachos que hay aquí me sobrecogen por sus intentos de recortar con tijeras esas sombras chinas de las que alguna vez te hablé; mas tú te deslizas con tu silencio de oruga que no sabe que siente lo que ama.
Si quieres te hablo, invento una pelusita roja que toca tus yemas con serenatas; dibujo una estrella de mar en el pelo de todas las chicas que cantan contigo, pero por favor ven; después de los rezos y de Dios; porque Dios nos queda chico y yo no quiero imbuírme de su misericordia.
Cuando estabas relativamente bien, decías que las voces te hablaban y yo inmediatamente te rogaba que no siguieras, porque la locura estaba permitida sólo en el centro de mis palabras, y su mordaza de animal viviente quedaba segregada a la estrechez de mi verbo.
La primera vez que me preguntaste, te conté que Aída era una ópera de Verdi, y que curiosamente el pasaje donde vivíamos también tenía nombre de músico. Luego te señalé el Canal de Suez, porque en el colegio aprendí a dibujar el Mare Nostrum de memoria.
(La memoria es una dama colorada
que repite en sus fuegos
sombras que nos quedan
por conocer)
Yo no sé de tus sombras ni de la soledad que te tuerce el labio.
Esta tarde, en estas manos ovilladas como gatos deposito la cartografía, la necesidad y la llaga. Vine a contarte fragmentos y a pedirte que por favor alejes tus cánticos de mí. Tengo demonios en la juntura en la pupila en los vellos que me crecen sobre el empeine. Tengo una sed de decir todo cuanto hemos olvidado. Vivimos en una casa en una calle con nombre de músico. Tú me dijiste del canto de la carencia de la astucia que había que tener cuando los delincuentes saltaban por la ventana. Yo te respondí que la familia valía menos que todos los charcos sucios del mundo. Tú te reíste y nos mordimos jugando. Tenía pavor, por eso te lo cuento.

No hay comentarios: