sábado, 13 de junio de 2009

Es la dignidad


Dice partes del cuerpo con una tibieza microscópica como si a ella le sobraran historias y experiencias y parte del miedo que siento cuando la escribo. Yo más bien la dejo pasar implorando una gesticulación vedada en el vértice. Entonces finge lo que pretendo ser y transformamos el pronombre, el sujeto, el objeto de deseo transmuta y jadea. Yo la miro escribiéndome. Ella espera ser descrita, entonces la extiendo como bifurcación de mis paréntesis; voy inclinándola hacia el terror del padre, hago que hable este decir desde mis agujeros. Mis agujeros son todos los sinónimos del hambre, están escritos en esta página en blanco que nosotras tan bien conocemos. Ella, yo, la que me lee, esa forma en que nos tocamos al mirar bajo los dedos. Entonces me apela con voz de hija clausurada y paso a ser la madre, la noche, el endometrio rojizo de su maravilloso cautiverio. Porque la amo. Le digo ella y yo, asumiendo los carices de este pacto en que la merma nos contiene. Ni ella ni yo estamos acabadas, sino apenas dibujadas desde el vientre. El cuerpo es la brasa que los perros nos lamieron. Dice palabras y le enciendo los dobleces. Voy al detalle, al predominio, a la juntura. Exploro en sus formas de encadenar el lenguaje. Le pregunto. Me respondo qué hacer. La dejo sola, sabiendo que vendrá. Me aprieto al decir su confesión de fusilada. Recojo su pulpa, su magma, su trazo. Todas mis madres han sido castradas. El resto de los agujeros fueron letras que las piernas nos trabaron sin querer. Mis madres. Las hijas de otras. Sin saber la llamo otra; a veces desde sí misma. Ella finge secretos que desconozco; se adhiere a estos colores. Caminamos por calles latentes en su leva. Me mira sin que yo la vea, porque cuando se distrae, dibujo peces de agua. Para ella. Para los agujeros y este descansar silente que somos ella y yo figurándonos madre fulminándonos hija nosotras que ardemos en la escasez del hilo. Húmedas en la herida de las terceras personas. Cada vez basta. Cada vez exacerba el delirio aumenta el trozo disminuye la mortalidad. Sin embargo. Ambas movilizadas por este afán. Depiladas, sedosas. Pongo mi boca en su boca. Hundo mi lengua en el agujero de su paladar. Le busco los labios, escarbo sinónimos. Qué decir de abajo y de arriba, superponiendo el habla a una cofradía cuando viene, cuando voy, cuando me escondo. Coincido en su llanura de hablante. Le colmo el pelo de azafrán. No sólo la palabra, sino la manera en que huele, en que palpa, en que se ovilla sobre un gato bajo los tejados. Trenzo la hebra para tejerla. Me dice que sí, que le gusta, que gritará. Entonces, escribo repitiendo incansablemente que no debo olvidar nada. Porque la noche, porque la causa, porque la levedad del gusto enciende una pequeña llamarada.

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