Mis escritos trataban sobre ti, lo único que hacía en ellos era llorar lo que no podía llorar en tu pecho. Era un adiós intencionadamente retardado, que, pese a haberlo forzado tú, se encaminaba en la dirección determinada por mí.
El clandestinaje de mis marcas La aceleración en la conquista de los cuerpos Me tendieron una trampa hacia la indecencia.
Entonces el vello púbico me creció como parte de tu lamento y me dijiste que no valía la pena llorar por la imposibilidad de lo heroico.
Yo me cosí todos tus nombres en los labios y huí para no perderte en esta frontera que se me difuminaba sobre los párpados.
Por eso ahora mi boca está congelada. Ya no sé de banderas ni escudos ni himnos nacionales porque esto que me sucede en el cuerpo surgió como preámbulo a tus iniciaciones macabras.
De tanto decirte De tanto esconderme en la carne de tu rechazo abrí la boca y expulsé el feto. No era para ti ese colgajo de tripas sino para los vándalos que acababan de apuñalarme. Esos hijos tuyos bebieron de mí todo lo que estaba dispuesto para tu mesa.
Por eso aún en la víspera me atrevo a pedirte que me dejes entrar en la hebra puntiaguda que te sobresale del nombre y rogarte que me abras un espacio entre las piernas encerrarme en tu cordillera y escribir inmersa en la arrogancia de tu imposible.
Que me abraces Que despertemos Que tu lengua Que mis dientes Que tu pelo Que mi cuello Que los aromas Que los hallazgos Que la abertura
(Pensé que estabas menstruando y encendí un fósforo para mecerte)
Que tu cosmos Que mi agujero Que las horas Que la tentación Que los hombres solos Que los anfibios Que el hambre Que las frutas Que las escaleras Que Frida Que los nombres Que los bordes Que la ingle Que el placebo Que los símbolos de fascinación astral.
Agradezco las formas en que la orfandad complementa tu mordida. Como una bestia de las noches laceradas. Después de la batalla vienes a coserme la virginidad. Yo no supe de este abismo pero las palabras me condujeron a tu orilla. Entonces mordí tu pezón y asomaron cuatro gotitas de leche. En ti se congregan todas las mujeres de mi biografía. Tu ropa se convirtió en una catástrofe bajo la cama. Yo accedí al verbo después de regalarte mi primera habla. Entonces me dijiste que carecías de sentido común y que tus acercamientos eran simples y salvajes.
Estoy buscando las mejores palabras para raspar tus labios de pez en femenino.
Mi niña me dice que sí. Que el apellido de su padre se le mete por el cuerpo y le pide que me roce como si me fuera a coser los párpados. La manía de recostarse sobre sí misma es una mala costumbre adquirida desde la ausencia. Yo no tengo nada más que un par de hipérboles mal dichos, y en eso su padre y yo coincidimos desde el día de su nacimiento. Ella me dice que el nombre es un malestar en la forma de azucarar los cuerpos y mis papilas se resienten ante la amargura de su orfandad.
Mi niña me dice que sí. Que el apellido de su padre es una costra salada y me permite lengüetear su carencia de vello. El raspaje es un verbo inútil para todo intento desafortunado. Por mi parte le digo que el miedo descansa al margen del lagrimal y que en sus entrañas el mundo estruja una odisea de silencios.
Sólo cuando viene a mí se enciende un agujero y ya ni el nombre ni el padre ni la textura son capaces de lubricar las pestañas de su improbable.
Mientras crece la maleza sus habitantes observan por la ventana sin decir ni escribir nada.
La técnica consiste en querer decir que la lluvia la niebla los espinos
Y sin embargo quedar mirando como quien saca una aguja o enhebra un ojo en mitad del paisaje.
La única misión del amor es exponernos a la herida y luego desaparecer. No es algo que pueda cumplirse y alcanzar su plenitud. El amor es un elemento catastrófico.