domingo, 6 de diciembre de 2009

El cuerpo de giulia - no (Jorge Eduardo Eielson)


14

Unos días después nos instalamos en una pequeña pensión del barrio. Posabas para una revista de modas entonces, pero no parecías dar la menor importancia a ese trabajo. Lo considerabas indispensable para vivir y nada más. Nunca me dijiste qué cosa realmente hubieras querido hacer, aparte de trabajar para vivir. La única vez que te lo pregunté tu respuesta fue definitiva para mí. Acababas de levantarte y me miraste con distracción, te acercaste a mi mesa de noche, cogiste un cigarrillo y lo encendiste tranquilamente, lanzaste una bocanada de humo y te dirigiste al rincón opuesto de la pieza, en donde teníamos el calentador y algunos víveres para el desayuno.
- No tenemos leche - me dijiste - ¿quieres el café solo?
Yo asentí. Tú, sin mirarme, encendiste el gas, pusiste a hervir el agua y preparaste la cafetera y las tazas. O preparaste la cafetera y las tazas, pusiste a hervir el agua y encendiste el gas. O pusiste a hervir el agua, encendiste el gas y preparaste la cafetera y las tazas. Luego me trajiste el café al lecho y te sentaste a mi lado, sorbiéndolo ávidamente. Terminado el desayuno, sin decir una palabra, encendiste un nuevo cigarrillo, esperaste que a mi vez terminara el café, retiraste luego las tazas y sin lavar nada te acercaste al espejo y empezaste a maquillarte con gran cuidado. Como todos los días. Yo hubiera podido disfrazarme de ti, travestirme de ti si hubiera querido, a tal punto conocía los más sutiles gestos de esa diaria ceremonia. Antes de salir me dijiste que no te esperara hasta por la noche. A las 10, en el café. Tenías que trabajar todo el día. ¿En dónde? En el estudio fotográfico sin duda. Esperé que cerraras la puerta y me envolví otra vez en las sábanas. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas, pero no sufría absolutamente nada. Tuve la tentación de clavarme un alfiler en el cuerpo, pero me faltó coraje para ello. Me arrebujé golosamente en mi propio calor. En el olor de mi cuerpo. En el tacto familiar y velludo de mi piel. En mi respiración y mi aliento pestífero de hombre. Bostecé profudamente. Cerré los ojos en el fondo de la almohada y sonreí: el universo no era sino un inmenso, deslumbrador presente.

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