sábado, 14 de noviembre de 2009

Osito Bello:


Anoche volví a soñar contigo; pero no contigo, sino con tu cuerpo. Dormías sobre la tierra sabiendo que adentro estaba tu corazón. Yo excavaba y lo mordía, aún sosteniéndolo entre las manos y lo veía latir, como si mis dientes fueran capaces de devolverte la vida.

Entonces te acariciaba, sorprendida ante la ausencia de esa ánfora putrefacta que dicen que asalta a los cuerpos para evitar la embriaguez del amor. Y me hundía tocándote el alma.

No sabes lo que es desear lamerte la médula para que te quedes aquí, y no buscarte en sueños ni en cantos de pájaros. Tocarte. Abrirte el cuerpo. Introducirme en él para retenerte a ti y a mí, porque en tu falta me devuelves la que yo era, y esa soledad que nos demolía los párpados.

Por segunda o tercera vez, la Ximena me dice que te echa de menos y los brazos se me cubren de un pelo blanco.

Cuando veo caballos y gestos dorados pienso en las maneras de evocarte sin que duela, y sin que ese dolor suene a lugar común. En este reino de animales mansos, mi madre me entrega un libro de Kafka; el único tesoro literario que dice tener. Es un volumen de obras completas empastado en cuero rojo, con letras también doradas.

Yo la miro y pienso que sus muertes constituyen una promesa épica que excede todo lo que se pueda llegar a escribir.

A veces pienso que ni ella ni tú dimensionaron la fuerza con que me tildaron la vida; porque la biografía, Ros, es una herida imposible de describir con palabras.

El otro día sentí la necesidad de sacarte de las entrañas de la tierra para evocarte en un último registro fotográfico, pero mi madre me dijo que no, porque finalmente no se sabe lo que se busca cuando aparecen los huesos de los muertos.

Entonces te dejé dormir tranquila, para volver a soñar contigo y -en lo posible- acariciarte con el filo de mis palabras.

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