domingo, 18 de abril de 2010





Querido Padre:

Déjame el cuerpo de los peces para buscarles un nombre, para darles un atributo gentil y despedirlos como tu Dios manda: en ceremonias y réplicas que nos permitan devorarlos.

De tanto reproducirlos han entrado en nuestras casas, con su hedor y su peste.

La epidemia de tu movimiento sembró el terror a la muerte y nos aferramos a la marca del abandono.

Estas algas no estaban contempladas en el escudo nacional, ni los animales, las astillas, las recomendaciones. Por eso lloramos y gritamos e intentamos buscarte en estas vistas aéreas desde el cielo.

Dicen que la atmósfera cubre tu cuerpecito de Patria, Padre querido, aunque te busco sin saber qué decir, cómo llamarte, de qué manera explicar tu bosquejo de hilachita insignificante en la cartografía de mi cariño y decir, nuevamente decir que tu presencia me esterilizó hasta vaciarme los párpados.

Dentro de tu corporidad me fui hundiendo como quien escarba en la llaga para beber la sangre de los primeros sacrificios. Tú me sacudiste el cuerpo como quien se desprende de una esquirla demasiado profunda y procuraste mantenerme alejada de tu rabia.

Yo no sé qué hicimos, Padre, para clavarte la bandera en los labios. Esa noche brillaban tantas estrellas juntas, que casi las podíamos tocar. Quizás por eso te sentiste ofendido y viniste a arrebatarnos el sueño de los niños y el quejido de los que a esa hora fornicaban bajo tus manos.

(En el Sur tengo un léxico que flota sin saber decirte, porque he perdido el habla y la tierra me hace brotar pedazos de palabras indecentes)

Será que te aburrimos con nuestra desobediencia y tú decidiste ordenar la casa, traernos el agua, devolver la tierra a sus raíces quebrándonos todo artefacto material.

Anoche, Padre, nos trajiste el agua para ahogarnos, para hacernos naufragar con nuestros cabellos de trapo, porque ahora eres tú el que arroja los cuerpos al mar y los militares regresan a las calles.

Querido Padre:

Ya no reconozco tu fractura.

Mis hermanos tienen hambre de tu costra, pero sangran al momento de morderte. Es tu ingle, tu falange o el orificio de tu boca el que vuelve a agrietarnos con su ferocidad.

Te miro y pienso en mis cartografías sobre el abandono. Entonces recuerdo cuando el asesino es un fantasma que ha engendrado todos los demonios.

Ese día comenzaste a dolerme con tu médula rojiza en mitad de la intemperie y yo me separé de ti, porque estábamos predestinados al incesto.

Mi madre escapó con la promesa de vengarnos, pero tú nos tomaste por sorpresa justo al momento en que gritábamos tu culpa.

Si te digo todo esto es porque los orificios se me olvidan y de tanto repetirlos llego a creer en su malignidad.

De tanto mirarte en nuestro álbum familiar he borrado los abrazos, las sonrisas, tu lengua metida en mis labios, porque mi boca, Padre, es una herida que te lame sin decirte.

Por eso en la víspera me quedo agazapada en el movimiento de tus huesos, esperando que un día regreses por nosotros y de una vez por todas, tengas el valor para devorarnos.

3 comentarios:

búlgaro dijo...

Tan huidizas y acuáticas como siempre, las palabras, ellas son el género que me gustan de vos. abrazo.

rubén m. dijo...

Terrible y hermoso por su fuerza, por su exactitud. Crea un mundo de culpa y relación sin ceder a un solo tópico. En ocasiones me ha puesto la piel de gallina este escrito.

un abrazo

La paciente nº 24 dijo...

Como un Kronos devorándose a sus hijos. El texto tiene sonido a desgarro; dentelladas.