domingo, 12 de febrero de 2012

Entonces crecí rodeada de perras que fueron acicalándose, persiguiéndose, acompañándose y repeliéndose. También las vi flirtear entre sí, burlando el liderazgo de mi abuela que fingía no darse cuenta. Jugué con ellas desafiando las palabras de mi madre, que antes de ir a trabajar me advertía que no ensuciara mi ropa. Porque para mí era un deleite rodar con esos pelajes blancos, escribir con tiza sobre sus muros, llamarlas, observar sus modos de establecerse y que me impregnaran ese olor característico que a mi mamá le molestaba tanto. Por eso las quise y las memoricé. Una vez adulta traduje sus nombres en el hilo de mis madrigueras.

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