viernes, 8 de mayo de 2009

Salitre


Celar al padre. Hacerlo beber esta sustancia vulnerada. Dejar toda conquista en manos de un tótem. Rezarle por un beneficio retroactivo. (Las manos forman altares que veneran figuritas entusiastas). La madre. Florecer en el reducto que se abre para el nacimiento. Acongojar el estallido inicial. El coito es un big bang que revienta para sí nervaduras calcinadas. El padre. Hablar de amor como envoltorio del exterminio. La madre seduce a la bestia. Inventamos nuevas formas de escribir la A. Asociamos las vocales con lo femenino. (Un beso es aquel instante con que los labios interceptan fragmentos de un vuelo). La corteza del padre lleva cicatrices incendiarias. Las aves recitan oraciones precisas para el entendimiento mutuo. Clamamos al tótem. Invocamos su presencia encima de las tonalidades. Pero la madre. La madre se hace una trenza con pedacitos de placenta previa. El padre es un angurriento del que la hija bebe; una imagen creada a semejanza del baile, porque el padre y la madre danzan encima de brasas que se congelan bajo sus pies. La hija aceza sus agujeros posibles y da a luz. La mañana trae romances antiguos. La mañana viene helada por dentro como si le latiera sólo el sedimento derecho. Entonces, la hija guarda sus dedos en la médula de la mañana. Despierta al padre, a la madre. Los tres revientan en pedacitos de lava.

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