domingo, 13 de septiembre de 2009

Humus


Éramos casuales; habituados a la trashumancia. Estábamos cegados por el ansia del vértigo. La marca del fuego en la urbe. La enfermedad escrita desde el consumo de la flama. Repetíamos un bosque, una llave, la primera hoja en blanco desperdiciada por azar. Y recordábamos paraguas. Solíamos llover sobre los ojales cerrados.
Espacio había para un botón de dos agujeros. La clave consistía en desenredarnos.
Todos clamando las virtudes cíclicas. Mareados hasta la médula por una sustancia enorme. A mí me pedían clarificar hasta qué punto trascendía el hacernos adictos a la oscuridad. Por mí respondían voces. Sus argumentos resonaban como bestias noctámbulas. Y luego los otros. Yendo y viniendo por los parajes despoblados. Nosotros éramos los únicos habitantes y cada cierto tiempo regresábamos para saludarlos. Eso mantenía nuestra historia. El acto de reflejarnos sobre espejos de agua. Porque el pelo y la caminata ardían bajo este lenguaje inapropiado para los juegos. La encrucijada de regresos nos emocionaba. Gritábamos con la culpa de sentirnos ajenos. Nuestro hábitat consideraba la ejecución de los verbos palpables. El resto confabulaba contra el roce el cansancio el atisbo de miedo enclavado en otras partes. Y cuando decidíamos que todo estaba bien, olvidábamos la noche el fuego el pelaje y corríamos para extrañarnos en nuevos dobleces de algún otro ojal.

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